Yo tenía doce años y asistía a una escuela católica de Rawson, en la Patagonia argentina. La profesora de una asignatura que no recuerdo llegó un día con una tarea un poco extraña:
—Van a escribirles cartas a los niños de Kosovo, que están sufriendo la guerra.
¿Kosovo? ¿Y eso dónde quedaba? No sé si fue la profesora o quién que nos explicó que era la última región en querer escindirse de la ex Yugoslavia, en los últimos meses del siglo veinte.
No me acuerdo demasiado de la carta que escribí. Tan solo de haber puesto algo como “entiendo lo que están pasando”. Imagínense: yo, un niño de doce años en la apacible Rawson, que a la salida de la escuela me esperaba mi papá con el almuerzo listo, dormía una siesta y me iba a jugar al tenis, entendía cómo se vivía una guerra en un lugar que no sabía ni que existía.
Ignoro qué fue de esas cartas, aunque tengo mis dudas de que hayan llegado a destino. No solo por lo complicado que debe haber sido para la época la correspondencia entre la católica Rawson y la mayormente musulmana Kosovo, sino también por el problema idiomático: nosotros escribimos en español, y ellos hablaban serbio o albanés.
Lo más llamativo del caso es que olvidé cómo hacer ecuaciones, qué son los diptongos y cuáles son los ecosistemas del planeta, pero dos décadas más tarde todavía recuerdo esa tarea relacionada con Kosovo.
Un poco de contexto
Para los serbios, Kosovo es una de las cunas de su nación y de su Iglesia ortodoxa, dado que en esa región están algunos de los monasterios más antiguos de su historia. Pero sobre todo, fue ahí donde se produjo la gran tragedia nacional en 1389, una clásica manifestación del mito nacionalista. Ese año, las fuerzas del rey serbio Lazar Hrebeljanović fueron derrotadas por los otomanos, quienes se anexionaron así el territorio e instauraron una larga época de dominio musulmán.
Después de la Primera Guerra Mundial y la derrota otomana, Kosovo pasó a ser parte del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (un Estado precursor de lo que luego se convertiría en Yugoslavia), dentro de las fronteras de Serbia. Por ese entonces, el territorio estaba habitado mayoritariamente por albaneses musulmanes, herencia directa de los casi seis siglos de dominación otomana en la región.
La instauración de un gobierno eslavo no les cayó bien a los albaneses, y las tensiones étnicas con los serbios se fueron incrementando a lo largo de los años. En los sesenta, los albaneses de Kosovo organizaron una serie de violentas manifestaciones, exigiendo el estatuto de República dentro de Yugoslavia. Si bien bien fueron reprimidos, el Mariscal Tito elevó a Kosovo al rango de provincia autónoma, con su propio tribunal supremo, academia de ciencias, escuelas y hasta el derecho a usar la bandera albanesa en lugares públicos. De esta manera, en 1968 se instauró por primera vez en Kosovo el problema del nacionalismo en Yugoslavia.
A partir de entonces, la situación en la provincia no hizo más que empeorar. La violencia interétnica comenzó a manifestarse con mayor frecuencia, dejando siempre una importante cantidad de muertos. Para 1979, los albaneses acaparaban el 83% de la administración de Kosovo, lo cual no dejaba nada contentos a los serbios que vivían ahí. El contraste entre las dos comunidades era muy marcado. Sus costumbres eran diferentes, sus idiomas tenían orígenes absolutamente distintos y la religión también difería. En ninguna otra república de Yugoslavia se daba una oposición tan extrema.
En ese contexto, en 1987 el presidente de Serbia envió a Kosovo a uno de sus hombres de confianza, Slobodan Milošević, para tratar de calmar a la población serbia. Aunque por ese momento Milošević no era un nacionalista convencido, vio la oportunidad de sentar en Kosovo las bases de un poder que lo llevaría lejos. Reunido con los serbios de la provincia lanzó un exaltado discurso, instándolos a luchar por sus derechos y a resistir el predominio albanés. Con la llegada de Milošević a la presidencia de Serbia unos años después, las cosas continuaron poniéndose difíciles en Kosovo, especialmente para los albaneses. Se redujo el estatus autónomo especial de la provincia dentro de Serbia y comenzó la opresión cultural de la población albanesa.
Los albaneses respondieron reclamando la independencia del territorio, al principio de manera pacífica, pero desde mediados de los noventa a través del UCK (“Ejército de Liberación de Kosovo”), una guerrilla que comenzó a actuar no solo contra los militares serbios, sino también contra la población civil. El ejército serbio respondió en consecuencia, agravando la situación y comenzando la guerra.
El conflicto duró casi un año y medio, período durante el cual casi dos millones de albaneses fueron expulsados de Kosovo, en medio de una creciente espiral de violencia y abusos de todo tipo. La guerra terminó en 1999 con el triunfo de la facción albanesa, apoyada por la OTAN, que bombardeó lo que quedaba de Yugoslavia (Serbia y Montenegro) para forzarla a rendirse. La ONU creó una administración especial para la zona y envió una fuerza de mantenimiento de la paz, permitiendo así que todos los refugiados regresaran a sus hogares. Se convocaron a elecciones, y los albaneses, que quedaron en amplia mayoría, coparon toda la administración estatal. Tras algunos años en esta situación, en 2008 Kosovo declaró su independencia unilateralmente, sin lograr antes un acuerdo con Serbia.
Veinte años después
Si pensaba que viajar a Kosovo iba a ser una aventura, atravesando peligrosos caminos de montaña infestados de guerrilleros, muy pronto comprendí lo equivocado que estaba. Una autopista de cuatro carriles conecta Tirana, en Albania, con Pristina, la capital kosovar. Es una tremenda obra de ingeniería, con enormes viaductos que elevan la ruta entre las montañas y un túnel de seis kilómetros en uno de sus tramos más complejos.
Más o menos a mitad de camino, el colectivo en el que viajábamos hizo una parada en la estación de servicio más moderna que vi en mi vida. Unas instalaciones de primer nivel, con restaurant, bar y mini mercado, inédita hasta en los países más desarrollados de Europa.
La autopista A1 fue la obra de infraestructura más grande jamás realizada en Albania, con un costo estimado de 600 millones de euros. Una suma muy importante para uno de los países más pobres del continente. La sensación que nos dejó es que alguien estaba invirtiendo mucho dinero en la zona, y no era Albania.
Casi al final del tramo montañoso llegamos a la frontera. Aunque Kosovo declaró su independencia en 2008, tiene un reconocimiento internacional limitado. Solo 102 de los 193 miembros de Naciones Unidos lo reconocen como Estado soberano, y la balanza de poder está equilibrada. Países como Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania aceptan a Kosovo, pero otros como Rusia, China e India no lo hacen. Argentina y España también se cuentan entre estos últimos.
Lo curioso de la frontera entre Kosovo y Albania es que solo nos controlaron los pasaportes una vez. Lo normal es que se haga dos veces: a la salida del país que estás abandonando y a la entrada del que estás llegando. Pero ahí no. En el control para salir de Albania subió un oficial con uniforme de Kosovo y examinó nuestros documentos. Después seguimos adelante y atravesamos la zona de ingreso a Kosovo sin detenernos. Fue la primera vez que me sucedió algo así.
Unos pocos kilómetros más adelante entramos a Prizren, la segunda ciudad más poblada de la región. Si bien algunas construcciones se veían algo precarias, contrastaban con complejos de edificios de factura moderna y una importante presencia de empresas internacionales, como KFC, Burger King, Domino’s Pizza, Shell y otras, que no habíamos visto en ninguno de los otros países de los Balcanes. Aunque no sabría explicar muy bien por qué, en Argentina la guerra de Kosovo causó una gran impresión, tanto que aun hoy se asocia su nombre con la destrucción (“Newell’s parece Kosovo” dijo el recién electo presidente del club rosarino en 2008, catorce años después de una oscura dictadura que sumió a la entidad en la miseria). Pero la realidad es que Kosovo casi no exhibe marcas de la guerra, a diferencia de Bosnia, por ejemplo.
El hostel donde nos alojamos en Prizren planteaba sus ideales desde el principio: en la puerta de entrada flameaba una bandera de Albania, y dentro, en la recepción, un cartel pedía por el derecho de los kosovares a moverse libremente por Europa.
—Para ir a cualquier lado nosotros necesitamos una carta de invitación —nos explicaron los dueños del hostel—. Y en el mejor de los casos solo podemos quedarnos unos pocos días.
Los dueños eran dos jóvenes que se conocieron en Pristina, se casaron, y años después se mudaron a Prizren, donde él acababa de heredar la casa familiar. Decidieron abrir un hostel, a pesar de que nunca habían viajado al exterior y de que el turismo no parecía un gran negocio en la región.
—La verdad es que nos fue muy bien, cada vez viene más gente a Kosovo. Vimos cómo hacer todo en YouTube, e incluso el inglés lo aprendimos de la televisión. Muchas personas lo hablan por ese motivo. El inglés es como el segundo idioma oficial, después del albanés.
Su discurso sonó extrañamente normal, como si la vida en Kosovo no fuera muy diferente de en cualquier otro sitio. Excepto por una razón: omitieron decir que, en realidad, los idiomas oficiales de Kosovo no son el albanés y el inglés, sino el albanés y el serbio.
El sueño americano
En la teoría, con el fin de la guerra y la entrada de la ONU, Kosovo pasó a ser un territorio de transición administrado por fuerzas internacionales, donde todas sus comunidades étnicas tienen los mismos derechos. Esto incluye a los albaneses, por supuesto, pero también a los serbios, los goranis (otro pueblo eslavo), los turcos, los bosníacos y los croatas, entre otros. En la práctica, la cuestión es un poco más complicada. Los albaneses conforman casi el 90% de la población, controlan todas las instituciones del Estado y someten al resto, especialmente a los serbios, a una violenta segregación cultural, religiosa y política.
Un ejemplo rápido: la libertad de creencia y religión está explícitamente garantizada en la constitución, pero si bien las mezquitas brillan en su esplendor por todas partes (y algunas iglesias católicas también), las iglesias ortodoxas están destruidas o completamente cerradas, cercadas con alambre de púas y vigiladas por cámaras.
La religión no es el único aspecto donde se aprecia la discriminación entre las comunidades. La bandera serbia no se ve por ningún lado, en tanto que la albanesa flamea con total impunidad, muchas veces acompañada de la de Estados Unidos, y casi siempre en detrimento de la bandera oficial de Kosovo, que es apenas un emblema simbólico. Se adoptó en 2008 con motivo de la declaración de independencia, con un diseño que buscaba ser integrador y nada polémico (azul y amarillo, con un mapa de Kosovo como único símbolo), pero la realidad es que solo se exhibe en algunos edificios gubernamentales. A la mayoría de la población no la representa, y por eso exhiben con orgullo su bandera de Albania.
Los monumentos son otra muestra de que Kosovo está lejos de ser un lugar multiétnico. Las estatuas de los guerrilleros del UCK se ven por todas partes, así como también esculturas en honor de otros héroes albaneses (como Skandenberg), soldados estadounidenses y hasta de la OTAN. Incluso el aeropuerto de Pristina se llama Adem Jashari, uno de los fundadores del UCK, abatido por la policía serbia en 1998.
Tampoco faltan monumentos para celebrar la independencia de 2008. En la fachada del ayuntamiento de Prizren, por ejemplo, hay un enorme mural que agradece a todos los países que han reconocido la independencia de Kosovo. Ahí puede leerse, entre otras frases, un gran “Thank you America”, en referencia a Estados Unidos, haciendo honor a esa práctica tan yanki de confundir el país con el continente. El mural tiene mucho espacio disponible todavía, donde esperan inscribir algún día los nombres de los Estados que no han reconocido a Kosovo, algo que hoy parece lejano de suceder. De hecho, algunos países que al principio habían reconocido la independencia han dado marcha atrás con la decisión. Nobleza obliga: son Estados con poco peso en el orden mundial, como Madagascar, Surinam, Papúa Nueva Guinea y otros.
En Pristina, la cosa se pone aun más nacionalista. La autopista que entra a la ciudad desemboca en una rotonda con una bandera gigante de Albania, y a unos cuarenta metros está la sede de la policía de Kosovo, con una réplica a escala de la Estatua de la Libertad en el techo del edificio. Además, las principales calles de la capital tienen nombres como Tony Blair, George Bush, Bill Clinton, Robert Doll y Wesley Clark (comandante de la OTAN durante la guerra).
Para seguir a tono, Kushtrim, nuestro anfitrión de Airbnb, nos citó en la estatua de Bill Clinton, uno de los íconos más reconocibles de Pristina.
—Nosotros amamos a Estados Unidos —explicó Kushtrim, como si no nos hubiésemos dado cuenta—. Somos el país que más orgulloso está de los estadounidenses en el mundo. Si no fuera por ellos, estaríamos todos muertos.
Incómodo, sin poder comentarle lo que pensaba de eso, me limité a mencionarle lo curioso que me parecía que las calles se llamaran George Bush o Tony Blair.
—Son héroes nacionales para nosotros. Incluso muchos niños fueron bautizados como Tony Blair después de la guerra. Quiero decir, Tony Blair era el nombre, y luego venía el apellido albanés.
La ciudad dividida
Pese a todo, unos treinta mil serbios todavía viven en Kosovo. La mayoría lo hace en pequeños municipios controlados por ellos mismos, donde pueden exhibir sus banderas y usar su alfabeto cirílico.
Mitrovica es la ciudad más emblemática en este sentido. Está atravesada por el río Ibar, que divide a la población en dos sectores: al sur, los albaneses, y al norte, los serbios. Se trata de una segregación bien concreta. En el sur flamean las banderas rojas y negras de Albania, se erigen esculturas a los guerrilleros del UCK y se utiliza el euro, la moneda que adoptó Kosovo tras la independencia. En el norte, en cambio, solo se ven banderas serbias, carteles en cirílico y grafitis alusivos a la pertenencia de Kosovo a Serbia. Además, todas las operaciones comerciales se realizan en dinares serbios. Como apreciación personal, el lado serbio nos pareció un poco más pobre.
En la parte serbia vimos también una de las pocas iglesias ortodoxas de Kosovo abierta al público. Está en lo alto de una colina, muy cerca de un monumento a unos mineros de la época yugoslava, al que ya nadie parece prestarle demasiada atención. Bajando la colina, en el centro de la Mitrovica serbia, hay una enorme estatua del rey Lazar, con el brazo extendido apuntando hacia el otro lado del río, casi como en señal de desafío. La elección de esta figura no es casual, ya que el rey Lazar es considerado por los serbokosovares como su prócer máximo, por haber dejado la vida defendiendo la región del avance otomano y, desde su punto de vista, de la consecuente invasión musulmana.
Hay un único puente que conecta las dos partes de Mitrovica, que es solo peatonal y está custodiado día y noche por soldados de la KFOR, la fuerza militar enviada por la OTAN para mantener la paz en la región. Durante muchos años, los enfrentamientos étnicos eran moneda corriente en Mitrovica pero, aunque la tensión todavía se siente, la cosa parece ir mejorando. Nosotros fuimos un sábado y vimos mucha gente cruzando el puente en ambos sentidos, incluso con niños.
La escena resultaba algo chocante. Todo se veía demasiado normal: una familia dando un paseo a la vera del río durante el soleado fin de semana. ¿Pero cómo se crían esos niños? ¿Cómo se les enseña a no odiar y a no tener prejuicios, con todas esas banderas, esos grafitis y esas estatuas alrededor? ¿Cómo se les explica que la gente del otro lado del río no es el enemigo, y al mismo tiempo se les advierte lo peligroso que es aventurarse más allá?
Cuando volvíamos en el colectivo de regreso a Pristina, decidimos hacer una parada en Gazimestán, un monumento construido en 1953 en recuerdo de la batalla librada por el rey Lazar. Es casi un milagro que todavía siga en pie, porque es un fuerte símbolo serbio en una región controlada por los albaneses. Y justamente por eso, visitarlo no iba a ser tan fácil.
Cuando nos acercamos al chofer del colectivo para decirle que queríamos bajarnos ahí, puso mala cara.
—Todavía no llegamos a Pristina. ¿Por qué quieren bajarse acá?
—Queremos visitar el monumento —explicamos. El monolito ya se veía desde la autopista por donde avanzábamos.
—Acá no hay nada, solo casas —insistió.
Luego de un tira y afloje bastante incómodo, terminó por detener el colectivo y dejarnos bajar. No había ningún cartel que indicara que Gazimestán estaba ahí, pero lo sabíamos gracias a los mapas de Google. Caminamos durante unos quince minutos por un sendero en mal estado hasta que llegamos al predio, rodeado por un alto alambrado y coronado por alambre de púas y cámaras de seguridad. Un policía con gesto adusto nos salió al encuentro, y le explicamos que queríamos visitar el monumento. Con una frustración evidente, nos explicó que podíamos hacerlo, pero que mientras tanto nos retendría los pasaportes. Una auténtica locura. ¿Desde cuándo hay que entregar el pasaporte para visitar un monumento? De todas maneras, accedimos sin discutir, y pudimos entrar al predio.
Gazimestán está compuesto de una explanada de cemento con una torre de aspecto medieval en el medio, a la que se puede subir y tener una vista del lugar donde se desarrolló la batalla de Kosovo, en 1389. Como monumento no es la gran cosa. El alambre estaba oxidado, los yuyos bastante crecidos y la escalera que llevaba a lo alto de la torre tenía una gran cantidad de excrementos de aves. Pese a todo, el hecho de haber podido llegar hasta ese lugar tan simbólico, sorteando las dificultades, nos hizo sentir muy satisfechos. Como si, pese a todo, hubiésemos podido ver ese “otro lado” de Kosovo que las autoridades se resisten a mostrar.
El último día en la zona fuimos a visitar Gračanica, otro municipio controlado por los serbios, no muy lejos de Pristina. La población tiene cierta relevancia por su histórico monasterio ortodoxo, construido por el rey serbio Stefan Milutin en 1321, y declarado Patrimonio Mundial de la Unesco en 2006. Durante la guerra de Kosovo fue bombardeado dos veces por la OTAN, y al terminar el conflicto el obispo serbio de la región trasladó su sede oficial al monasterio, convirtiéndolo en el centro espiritual y nacional más importante de la comunidad serbia en Kosovo. Durante años siguió la tendencia de los otros templos ortodoxos en la zona: cerrado, con alambres de púas, cámaras y soldados de la KFOR en la entrada, previniendo un posible ataque de los nacionalistas albaneses. Pero la cosa parece haberse calmado un poco. Si bien el alambre y las cámaras siguen ahí, al menos ya no se ven soldados y el monasterio está abierto a los visitantes. Tal es la atmósfera de calma que mientras lo visitábamos se estaba casando una pareja.
Al regreso de Gračanica hicimos una parada técnica en un enorme shopping, para comprar algunas cosas que necesitábamos antes de abandonar definitivamente los Balcanes. Dentro del moderno edificio los pisos relucían, las mejores marcas internacionales estaban presentes y la gente paseaba de a montones. Parecía otro mundo. Hasta que en determinado momento vimos dos soldados estadounidenses cruzar un pasillo, y toda la ilusión provocada por el ruido y las luces se rompió. Esa simple visión sirvió para recordar que todavía estábamos en Kosovo, ese rincón de la ex Yugoslavia donde las heridas aún están muy lejos de cicatrizar.
Buenisimo, muy buena la explicacion
Muchas gracias