Bosnia era un lugar del que conocía poco antes de ir. Uno de esos países que un día habían aparecido en el mapa sin yo entender muy bien por qué. Recordaba que lo habíamos enfrentado en algún mundial de fútbol, que su capital era Sarajevo y que había sido parte de la ex Yugoslavia. Conocía a un par de tenistas y quizás a un puñado de jugadores de fútbol. Pero, sobre todo, conocía a Bosnia por la guerra.
Un país, dos Estados
Las primeras señales de que estábamos en un colectivo rumbo a Bosnia y Herzegovina fueron los sonidos. El ambiente dentro del transporte estaba mucho más ruidoso que en cualquier traslado que hubiésemos hecho antes en Eslovenia. Hasta incluso presenciamos una acalorada discusión antes de arrancar, provocada porque uno de los involucrados reclinó su asiento y molestó al pasajero de atrás.
Ya en la frontera, las señales del arribo a Bosnia se multiplicaron. Los carteles estaban en alfabeto latino y en cirílico, aunque el idioma hablado es el mismo. De ahí en adelante, y por unos cuantos kilómetros, veríamos banderas serbias ondeando en las casas, en los postes de luz y en las muchas iglesias ortodoxas. Aunque la mitad de los bosnios son musulmanes, las mezquitas casi no aparecían. Y por sobre todas las cosas, lo que vimos en esos primeros kilómetros de Bosnia, y seguiríamos viendo hasta el último día, fueron cementerios. Muchos cementerios.
Todo esto tiene una única explicación, aunque no es sencilla: la guerra de Bosnia, que duró desde 1992 a 1995. Un conflicto que causó casi cien mil víctimas, dejó sin hogar a unas dos millones de personas y arruinó prácticamente todas las construcciones a lo largo del país. Aun hoy, casi veinticinco años después, es llamativo el nivel de destrucción. No hay ciudad ni pueblo bosnio que no tenga casas en ruinas o edificios llenos de impactos de bala.
La guerra enfrentó a los bosnios musulmanes contra los serbobosnios, que luchaban por controlar los territorios donde tenían mayoría étnica, en pleno desmembramiento de la ex Yugoslavia. Los musulmanes declararon la independencia en el 92, pero los serbios que vivían en el país querían escindirse y seguir siendo parte de Yugoslavia, o al menos de Serbia. En el medio también estaban los croatas, que tenían sus propias reclamaciones territoriales y produjeron enormes matanzas en el sur de Bosnia. En algún momento hasta colaboraron con los serbios, con quienes tenían una especie de pacto para repartirse el país. Y por si fuera poco, incluso destruyeron sin justificación militar, por puro rencor, el Puente Viejo de Mostar, una maravilla arquitectónica construida por los otomanos en el siglo dieciséis.
Tantos bandos enfrentados produjeron una geografía muy enrevesada durante la época de las guerras yugoslavas. Cualquier grupo minoritario que conseguía algunas armas disparaba algunos tiros y formaba su propia república separatista. En Croacia, los serbios fundaron la República Serbia de Krajina; en Bosnia, los croatas declararon la República Croata de Herzeg-Bosnia, los serbios la República Srpska, y hasta algunos musulmanes opositores al gobierno formaron la República de Bosnia Occidental.
La República Srpska (literalmente “República serbia”) es la única que sobrevive hasta el día de hoy. De hecho, es una de las dos entidades que forman Bosnia, junto con la Federación de Bosnia y Herzegovina, y fue reconocida formalmente tras los Acuerdos de Dayton, que terminaron con la guerra en 1995. La República Srpska abarca casi todo el norte del país, y es una zona de paso obligada si se entra a Bosnia viniendo desde Eslovenia. Por eso, nuestra llegada al país estuvo matizada por banderas serbias y carteles en cirílico, el alfabeto serbio.
Los serbobosnios parecen mucho más nacionalistas que los bosnios musulmanes. Sus banderas, los monumentos a sus mártires y las pintadas alusivas se ven en todas sus ciudades. Algunas lo llevan incluso más lejos: en Nevesinje, por ejemplo, hay una gigantografía de Ratko Mladić, el ex-jefe de Estado Mayor del Ejército de la República Srpska durante la Guerra de Bosnia, y condenado en 2017 a cadena perpetua por la Corte de La Haya por genocidio, ataques indiscriminados contra la población civil, toma de rehenes y demás cosas por el estilo. Quien para casi todo el mundo es un criminal de guerra, para los serbios de la región es una especie de héroe nacional.
Fútbol y cigarrillos
Mientras el colectivo se acercaba a Jajce, de noche, por una ruta estrechísima, nevada y al borde de un acantilado, el chofer le iba mostrando fotos del celular a una mujer sentada en la primera fila, al mismo tiempo que hablaban a los gritos. Esta actitud temeraria me hizo acordar a un pasaje de la novela “Yugoslavia, mi tierra”, de Goran Vojnović, que ilustra la idiosincrasia no solo bosnia, sino balcánica en general. La escena sucede en una casa croata en 1990. Tres amigos ven por televisión el partido de fútbol entre Argentina y Yugoslavia, por los cuartos de final del mundial de Italia 90. Ganó Argentina por penales, y los yugoslavos jugaron casi todo el partido con un jugador menos por la expulsión de Šabanadžović.
En ese contexto, un personaje dice: “Ese carácter nuestro un día nos costará caro. Podría haber escupido en la cara de cualquiera, podría haber escupido a Burruchaga en la cara, lo podría haber bañado de los pies a la cabeza de escupitajos, el árbitro no se hubiera dado cuenta de nada. Pero tuvo que escupir a Maradona, precisamente. Porque a Burruchaga uno lo puede escupir cuando quiera, pero a Maradona solo se atreve a escupirle Refik Šabanadžović, ¡bosnio hijo de puta!”. La respuesta de otro de los amigos es excelente: “Así somos nosotros. Escupimos al mismo Dios y luego nos extrañamos si Dios quiere vengarse”.
A propósito de ese partido, Faruk Hadzibegic, el que erró el quinto penal de Yugoslavia, supo declarar que bastante seguido piensa que si no hubiese fallado y hubiesen ganado, por la alegría generada su país no se hubiese desintegrado. Ivica Osim, el bosnio que dirigía el equipo, también ha opinado en esa dirección: “Todavía me pregunto qué podría haber pasado si le hubiésemos ganado a Argentina. Quizás peco de optimista, pero creo que las cosas en el país hubiesen sido distintas si hubiésemos jugado la final o ganado el Mundial. Quizás no hubiese habido guerra. Cuando me acuesto en la cama cada noche pienso en eso”.
A pesar de la imprudencia del chofer, llegamos a Jajce sanos y salvos. La pequeña localidad bosnia es interesante por su naturaleza y por su historia. Está ubicada en medio de ríos y montañas, y cerca de unos lagos de aguas turquesas que reflejan el paisaje como un espejo. Además, el pueblo está construido junto a una cascada, que le da una originalidad que nunca habíamos contemplado antes.
La importancia histórica, en tanto, viene dada porque fue allí donde el movimiento partisano yugoslavo (la resistencia contra las Potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial), encabezados por su comandante en jefe Josip Broz Tito, decidió establecer una Yugoslavia federal e igualitaria, formada por seis repúblicas constituyentes: Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia.
En Jajce empezamos a tomar contacto también con algunas particularidades del país, que son extensivas a todo el territorio y atraviesan a musulmanes, croatas y serbios por igual. En primer lugar, nos llamó la atención lo mucho que se fuma, y que además se puede fumar dentro de los negocios. Y vaya si lo hacen. No había bar o restaurant que no estuviera infestado por una nube de humo, dejándonos en la ropa un olor a cigarrillo como si nosotros mismos hubiésemos fumado un atado entero.
Segundo: es un país muy barato. Sentarnos en un restaurant y pedir un plato caliente nos salía lo mismo que en Italia comprar jamón y queso para comer unos sándwiches en un parque. Además, la comida es deliciosa, con mucha carne y masa, ideal para un paladar como el mío. El ćevapi es casi un plato nacional: una especie de salchichas tipo parrilleras dentro de un pan plano llamado lepinja o somun y acompañadas de cebolla. El burek fue otro de mis favoritos, hecho con carne picada y algunas especies, enrollada en una masa fina.
Como tercer punto, algo muy curioso de Bosnia es la cantidad de casas de apuestas deportivas. En ciudades como Sarajevo se llegan a ver hasta dos o tres por cuadra, pero en general no hay pueblo que no tenga por lo menos una, con las ventanas cubiertas por imágenes de futbolistas como Messi, Cristiano Ronaldo, Neymar y Agüero (?). Las pocas veces que pudimos entrever cómo son esos lugares adentro reconocimos varios televisores pasando deportes (fútbol y carreras de caballos en general) y muchos hombres con aspecto nervioso. Y, por supuesto, fumando.
Marcas de la guerra
Sarajevo es una hermosa ciudad situada en un valle y rodeada por montañas. Está atravesada por el río Miljacka y tiene muchísimos puentes que conectan ambas orillas. El más famoso de ellos es el Puente Latino, donde en 1914 el serbio Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria, desencadenando la Primera Guerra Mundial.
El enclave fue, de todas maneras, el peor enemigo de Sarajevo durante la guerra de Bosnia. Desde las colinas lindantes, los serbios sometieron a la ciudad a un asedio de casi cuatro años, lo que constituyó el asedio más largo en la historia de la guerra desde 1727. Hoy, lo que más predomina en Sarajevo son las marcas de balas. Casi no hay edificio de más de veinte años que no las tenga, y todavía se ven unos cuantos que están completamente destruidos. Pero más allá de las construcciones, los que se llevaron la peor parte fueron sus habitantes. Más de doce mil murieron, y unos cincuenta mil resultaron heridos, siendo el 85% de ellos civiles.
Pese a todo, no puede afirmarse que la capital bosnia fue la más castigada durante la guerra. Ciudades como Srebrenica fueron totalmente arrasadas y su población masacrada, sin distinción de edades o géneros, mientras todo el mundo lo miraba por televisión. Es que, al producirse en los años noventa y en Europa, la guerra de Bosnia produjo mucho material audiovisual. Los bombardeos, las muertes, el pánico: todo quedó registrado, ante la indiferencia de las potencias mundiales.
En la actualidad Sarajevo, como el resto de Bosnia, exhibe signos de recuperación. Sus numerosas mezquitas lucen majestuosas, tiene una vibrante movida cultural y las pistas de esquí que rodean la ciudad, donde se desarrollaron los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984 (el orgullo de los habitantes de la capital), están en plena forma.
Otra ciudad que ha vuelto a tener su mejor cara es Mostar, en el sur del país, famosa por su Puente Viejo (el que fue destruido por los croatas y luego reconstruido con el apoyo de varios países). De todas maneras, la ciudad no escapa a las consecuencias de las Guerras Yugoslavas. Los edificios destruidos están por todas partes, y hasta se da el caso de que hay dos estaciones de colectivos para los cien mil habitantes: una en el “lado bosnio” de Mostar, y otra en el “lado croata”. Además, todas las escuelas públicas de la ciudad están divididas entre un plan de estudio croata y uno bosnio, situación que se repite en el resto del país, sumando también a los serbios. Las materias en donde más difieren estos planes son historia, literatura, geografía y religión.
Desde Mostar, mientras la lluvia nos lo permitió, aprovechamos a conocer Blagaj y Pocitelj, dos enclaves muy pintorescos de la zona, que nada tienen que ver con la guerra. En Blagaj hay una especie de monasterio junto a una montaña, donde las aguas turquesas del río Buna brotan con fuerza de una cueva. Pocitelj, en tanto, es una antigua ciudad de piedra sobre la ladera de una montaña, construida en el siglo catorce. Un lugar histórico y muy atractivo.
Como en Pocitelj no paraba el colectivo que regresaba a Mostar, nos metimos al único bar abierto que encontramos (recordemos que era invierno y llovía a cántaros) para preguntar si nos llamarían un taxi para ir a la ciudad más cercana a tomar el colectivo. El ambiente estaba en su apogeo: repleto de bosnios que fumaban como chimeneas, comían, bebían y jugaban a las cartas. Una mujer que atendía el bar se ofreció de chofer a cambio de una tarifa razonable.
Más allá de que en sí esta parezca una actitud interesada (al fin y al cabo hubo dinero de por medio), en general los bosnios se destacan por su amabilidad. En Jajce y Travnik nos dejaron quedarnos en el alojamiento mucho después de hora. En Travnik, además, un chofer de otra empresa llamó a la central para preguntar por qué no venia el colectivo que nosotros estábamos esperando. Los dueños del departamento de Sarajevo nos fueron a buscar a la estación. En Mostar nos imprimieron unos pasajes gratis. Y en Čapljina un chofer de un colectivo urbano se bajó a decirnos que estábamos en la parada incorrecta, solo por el hecho de vernos en la estación con pinta de despistados.
Ante tan buenas actitudes, no pudimos evitar sentir cierta lástima por lo dividido que está Bosnia y Herzegovina hoy. Y la situación no parece que vaya a cambiar en el corto plazo. Mientras lo visitábamos era época de elecciones, y nos llamó la atención cómo cada candidato aparecía en su afiche proselitista acompañado de la bandera de la comunidad a la que representaba (bosnio musulmán, serbio o croata). Una negación absoluta de los otros, de los diferentes, que no puede conducir a nada bueno.
Sobre este punto, me quedo con una reflexión del escritor serbio Vidosav Stevanović, en su libro La nieve y los perros: “El enemigo está en todas partes. Lleva los mismos uniformes, las mismas armas y habla la misma lengua. ¿Cómo distinguirlo?”.
Muy buena descripcion de un lugar remoto y poco conocido.